Había una vez una liebre y una tortuga. Un día, la liebre, con su característico tono burlesco, y haciendo mofa de la lentitud de la tortuga le dijo: Liebre: ¡Ja, ja, ja! ¿Sabes qué, tortuga? Jamás ganarías una carrera contra mi, soy mucho más rápida que tú. Tortuga: Puede ser, querida liebre, pero la rapidez no lo es todo para gana una carrera. La constancia es lo que realmente cuenta. Liebre: ¡Bah! Eso es una tontería. Para demostrarte que soy mucho más rápida que tu, te reto a que corramos una carrera desde aquí hasta aquel árbol que hay tras el arrollo. Y así, la carrera comenzó. La liebre saltaba y brincaba a toda velocidad, haciendo gala de sus fuertes y rápidas patas, mientras que la tortuga, con su caparazón a cuestas, y con sus pequeñas patitas, avanzaba lenta pero segura. En un momento determinado, la liebre, llena de confianza, decidió pararse a tomar un descanso. Mientras tanto, la tortuga decidió no parar, y siguió adelante sin detenerse. La liebre se echó a descansar, pensando que había ganado la carrera. Pero lo que ocurrió fue todo lo contrario, mientras la liebre había estado dormida, la tortuga había adelantado a la liebre, y había llegado al árbol antes que ella. Liebre: ¡No puede ser! ¿Cómo es posible que hayas ganado la carrera, tortuga? Tortuga: La constancia es lo que realmente cuenta, amigo. No te rindas nunca y siempre sigue adelante sin importar cuán lento avances, porque siempre llegarás a tu meta. La moraleja de esta historia es que la constancia y la determinación son valores más importantes que la velocidad o la habilidad. Si te esfuerzas y trabajas duro, puedes lograr lo que quieras en la vida.
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